100% ALGODÓN
Finalmente encontré trabajo en una lavandería. Había buscado por toda la ciudad un empleo tranquilo con el que poder sobrellevar mi naturaleza nerviosa y mi acuciante necesidad monetaria. Mi labor consistía básicamente en meter ropa sucia en enormes lavadoras, sacarla limpia y clasificarla para que se pudiese identificar a su dueño sin problemas. Era una tienda vieja y como la maquinaria era tan vieja como ella, tardaba horas en realizarse todo el proceso. Para cumplir con toda la demanda era necesaria la existencia del turno de noche, cerrado al público, y ese era mi turno desde que llegué, hacía casi un año. De lunes a sábado todos los días de doce de la noche a seis de la madrugada. En ese horario nadie más se encontraba en la tienda. Yo encendía las diez grandes máquinas lavadoras, una tras otra, y yo las apagaba, y entre tanto leía libros de Alfred Hitchcock y los Tres Investigadores y hacía sudokus.
Cada lavado duraba media hora y me había acostumbrado tanto a esa medida del tiempo que ya no llevaba reloj. Si eran las 3:30 lo sabía porque iba por el octavo lavado. Las diez viejas Kelvinator necesitaban ser arregladas, hacían mucho ruido y el vecindario se había quejado más de una vez. Me las imaginaba como grandes señoronas que se lamentaban amargamente de sus achaques pero continuaban haciendo sus labores. En ocasiones me daba la impresión de que hablaban entre ellas, tan distintos eran entre sí los sonidos que hacía cada una. Parecíame que discutiesen como si se estuviesen arreglándose en una peluquería. Sonidos graves y continuos, grandes golpes repentinos y periódicos o pitidos agudos semejantes a los de las máquinas hospitalarias que señalaban encefalogramas planos. Pero me llamaba la atención una en especial que hacía un BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUM,BRUM,BRUM,BRUM y lo repetía constantemente, cada noche, cada minuto. Y cuando me iba a casa a descansar, la melodía me acompañaba por el camino y me ayudaba a dormir por la monotonía. Hacía meses que lo que me decía la poca gente que me hablaba carecía de significado y apenas lograba entenderles por el incesante runrun. Hasta los latidos de mi corazón llevaban ese mismo ritmo.
Desde pequeño siempre me había divertido ponerles voz a las alarmas de las tiendas, los coches, las ambulancias…; “míralomíralomíralomíralomíralomíralo” o “huuuuuidhuuuuuidhuuuuuidhuuuuuidhuuuuuid”. Y me quedaba dormido mientras me secaba el pelo con un secador o escuchaba un tren o un helicóptero durante mucho tiempo seguido. Era como si me anestesiasen.
Cuando llegaba el sábado me dolía la espalda de cargar con kilos y kilos de ropa de un lado para otro, arrastraba los pies por el esfuerzo, levantando el polvo acumulado de la semana.
Hoy parecía que había hecho todo el trabajo rápidamente pero de improviso recordé que al principio de la noche había dejado entrar a la tienda a un señor que me suplicaba con desesperación que aceptase un pedido especial. Eran veinte uniformes de una banda de música militar que debía actuar en un importante desfile a la mañana siguiente y un grupo pacifista les había boicoteado lanzando pintura a toda la ropa. Lo había dejado apartado y no lo había tenido en cuenta hasta ahora así que no tenía más remedio que forzar la capacidad de las máquinas para que me diese tiempo.
Un último empujón y entraría todo, como los empujadores del metro de Tokio. Con las prisas, la manga de una de las chaquetas se había quedado enganchada en la parte interior de la goma y con todo metido a presión difícilmente podría girar así que estiré el brazo para desengancharla. Ya lo tenía…pero resbalé con el charquito de agua que se había formado a mis pies y fui de cabeza hacia dentro. La enorme puerta se cerró al no poder sujetarla y la rueda comenzó a girar. Me puse a dar golpes frenéticamente, cada vez más fuerte. Los nudillos se quedaban marcados con mi sangre pero no cedía, era inútil. Grité desesperado pidiendo ayuda…nadie me iba a oír:- ¡déjame salir!, ¡déjame salir, asquerosa vieja! Ya no podía respirar y me encontré dando vueltas entrelazado con ropa y sumergido en agua y detergente, preguntándome si moriría antes ahogado o envenenado. No pude responder a la pregunta porque me quedé dormido escuchando la monótona letanía, en el decimosegundo, rodeado de uniformes de orquesta: BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUM,BRUM,BRUM,BRUM…………
JASAS
Cada lavado duraba media hora y me había acostumbrado tanto a esa medida del tiempo que ya no llevaba reloj. Si eran las 3:30 lo sabía porque iba por el octavo lavado. Las diez viejas Kelvinator necesitaban ser arregladas, hacían mucho ruido y el vecindario se había quejado más de una vez. Me las imaginaba como grandes señoronas que se lamentaban amargamente de sus achaques pero continuaban haciendo sus labores. En ocasiones me daba la impresión de que hablaban entre ellas, tan distintos eran entre sí los sonidos que hacía cada una. Parecíame que discutiesen como si se estuviesen arreglándose en una peluquería. Sonidos graves y continuos, grandes golpes repentinos y periódicos o pitidos agudos semejantes a los de las máquinas hospitalarias que señalaban encefalogramas planos. Pero me llamaba la atención una en especial que hacía un BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUM,BRUM,BRUM,BRUM y lo repetía constantemente, cada noche, cada minuto. Y cuando me iba a casa a descansar, la melodía me acompañaba por el camino y me ayudaba a dormir por la monotonía. Hacía meses que lo que me decía la poca gente que me hablaba carecía de significado y apenas lograba entenderles por el incesante runrun. Hasta los latidos de mi corazón llevaban ese mismo ritmo.
Desde pequeño siempre me había divertido ponerles voz a las alarmas de las tiendas, los coches, las ambulancias…; “míralomíralomíralomíralomíralomíralo” o “huuuuuidhuuuuuidhuuuuuidhuuuuuidhuuuuuid”. Y me quedaba dormido mientras me secaba el pelo con un secador o escuchaba un tren o un helicóptero durante mucho tiempo seguido. Era como si me anestesiasen.
Cuando llegaba el sábado me dolía la espalda de cargar con kilos y kilos de ropa de un lado para otro, arrastraba los pies por el esfuerzo, levantando el polvo acumulado de la semana.
Hoy parecía que había hecho todo el trabajo rápidamente pero de improviso recordé que al principio de la noche había dejado entrar a la tienda a un señor que me suplicaba con desesperación que aceptase un pedido especial. Eran veinte uniformes de una banda de música militar que debía actuar en un importante desfile a la mañana siguiente y un grupo pacifista les había boicoteado lanzando pintura a toda la ropa. Lo había dejado apartado y no lo había tenido en cuenta hasta ahora así que no tenía más remedio que forzar la capacidad de las máquinas para que me diese tiempo.
Un último empujón y entraría todo, como los empujadores del metro de Tokio. Con las prisas, la manga de una de las chaquetas se había quedado enganchada en la parte interior de la goma y con todo metido a presión difícilmente podría girar así que estiré el brazo para desengancharla. Ya lo tenía…pero resbalé con el charquito de agua que se había formado a mis pies y fui de cabeza hacia dentro. La enorme puerta se cerró al no poder sujetarla y la rueda comenzó a girar. Me puse a dar golpes frenéticamente, cada vez más fuerte. Los nudillos se quedaban marcados con mi sangre pero no cedía, era inútil. Grité desesperado pidiendo ayuda…nadie me iba a oír:- ¡déjame salir!, ¡déjame salir, asquerosa vieja! Ya no podía respirar y me encontré dando vueltas entrelazado con ropa y sumergido en agua y detergente, preguntándome si moriría antes ahogado o envenenado. No pude responder a la pregunta porque me quedé dormido escuchando la monótona letanía, en el decimosegundo, rodeado de uniformes de orquesta: BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUUUÚM…BRUM,BRUM,BRUM,BRUM…………
JASAS
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